Una crónica en la que lo íntimo se vuelve vasto: la artista se acuesta en el escenario, los acordes se proyectan, y los asistentes asistimos, como fieles, al acto de escuchar 18 canciones que buscan la luz
La penumbra envolvía la gran sala del Museo Nacional d’Art de Catalunya; los murales y esculturas, testigos silenciosos, parecían contener el aliento. Allí, en medio del escenario, sobre sábanas blancas, yacía ROSALÍA, no como diva asumiendo su trono, sino como oyente primera, como peregrina en su propio rito. 
La hora señalada llegó y el ambiente se llenó de un murmullo expectante. Las letras de las canciones comenzaron a proyectarse gigantescas sobre un fondo blanco: no solo era la presentación de un nuevo álbum, sino la apertura de una puerta hacia algo más elevado.  Casi mil almas, entre periodistas, creadores de contenido, fans, se sumergieron en ese tránsito desde lo terrenal hacia lo divino que propone LUX. 

I. Un cuarto álbum en forma de ascensión
LUX, publicado oficialmente el próximo 7 de noviembre, se presenta como un arco emocional en cuatro movimientos, la narración de un viaje intenso: de la duda a la fe, del deseo a la trascendencia.  La crítica lo describe como una obra que “se eleva al cielo a través de un viaje espiritual” y que “reescribe el nuevo testamento de la música”.  Los idiomas se multiplican,más de diez, las tradiciones se mezclan, lo clásico y lo pop se funden.
En este espacio sagrado que instaló ROSALÍA en el museo, escuchamos primero Berghain, el single que abre la era: una explosión de pulsión, de club-templo, de confesión electrónica con raíces flamencas.  Allí comenzó el rito.
II. El rito de la escucha
Durante la sesión, ROSALÍA permaneció tumbada, observando, quizá sintiendo, quizá vencida y al mismo tiempo poderosa. No era espectadora ni protagonista al uso: era testigo y sujeto de un acto colectivo. El público guardó silencio —sí, silencio—, como si cada nota fuera una gota que cae sobre el mármol de la conciencia.

La sede, el MNAC, añadía gravitas al momento: tradición, arte, historia… todo al servicio del sonido. Cuando sonó Mio Cristo, con notas “inalcanzables”, según la referencia, el lugar pareció contenerse.  Y cuando apareció La Perla, dedicada —dicen— a sus ex-parejas, el silencio se volvió íntimo, una confesión sin palabras. 
Entre láminas de luz y gotas de sonido, escuchamos cada canción como si fuese una plegaria. LUX no se dejó oír, se dejó sentir. La mezcla de idiomas, la densidad conceptual, la orquestación… todo se alió para que la sesión no fuera solo un listening party sino un acto de fe.

III. Cuando la música se vuelve liturgia
La crítica señala que este álbum no es “un trabajo fácil de asimilar”.  Y así lo constatamos aquella noche: no hubo baile, no hubo brincos, no hubo aplauso impulsivo durante la reproducción. Solo al terminar, cuando ROSALÍA se levantó, bajó del escenario y el público la ovacionó sin que ella pronunciara palabra.  Ese aplauso fue catarsis, cierre y aliento para lo que vendrá.

Durante los cuatro movimientos del álbum escuchados esa noche, se habló de presencia y de ausencia, de exorcismo del pasado, de liberación. Desde la sensualidad del club hasta el coro sacro, desde la voz rota al agudo triunfal. Porque LUX se describe como “música conceptual”, “pop experimental con influencias clásicas”.  Y allí, en el museo, en el silencio, ese experimento tuvo forma.

IV. Epílogo en luz tenue
Cuando las luces se encendieron, cuando los murmullos regresaron, quedaba el eco de un momento que excedió lo habitual. ROSALÍA se despidió sin palabra, quizá porque ya había dicho lo que tenía que decir: que la música es rito, que escuchar puede ser sumisión y redención a la vez.

Los asistentes salieron al pasillo, al aire de Barcelona, llevando consigo un fragmento de ese rito: un verso repetido en su cabeza, la textura de un acorde sostenido, la luz de las sábanas blancas que cubrían a la cantora. La ciudad volvía a su ritmo normal, pero algo había cambiado. Esa noche, el MNAC fue un templo y LUX su misa.
